En las principales ciudades del mundo, donde la movilidad se convirtió en una tortura cotidiana, existe una tecnología que podría transformar la experiencia urbana sin necesidad de romper el pavimento. Son los semáforos inteligentes: dispositivos capaces de adaptarse en tiempo real al flujo del tráfico, reducir los trancones en más de un 35% y privilegiar la movilidad eficiente. Sin embargo, su implementación se enfrenta a una barrera que no está en los cables ni en los algoritmos, sino en la mentalidad de quienes toman decisiones.
“La luz verde de la innovación”
Por: Gabriel E. Levy B.
En la década de 1920, el caos vehicular comenzaba a dar sus primeras señales de alerta. Las intersecciones más transitadas de ciudades como Nueva York o Londres se transformaron en escenarios de tensión.
Entonces, el semáforo se convirtió en símbolo de orden. Pero esa invención, tan revolucionaria en su tiempo, no se modificó en esencia durante casi un siglo.
Su lógica rígida, ciclos preestablecidos, sin importar cuántos vehículos esperan o cuántos peatones cruzan, sobrevivió incluso a la irrupción de la inteligencia artificial.
Desde los años 2000, sin embargo, comenzaron a desarrollarse sistemas adaptativos de control de tráfico que leían, a través de sensores o cámaras, el flujo vehicular real.
Empresas como Siemens, Kapsch o la israelí NoTraffic ofrecieron soluciones integrales que prometían intersecciones vivas, capaces de responder al pulso urbano.
Ya en 2014, un informe del Institute of Transportation Engineers advertía que los semáforos tradicionales generaban entre un 20% y un 40% del tiempo perdido en los desplazamientos urbanos.
A pesar de ello, muchas ciudades siguieron apostando por modelos obsoletos, incluso mientras se jactaban de avances en movilidad.
“El problema no es la falta de tecnología, sino la lentitud institucional”, sentenció el urbanista Carlos Moreno, creador del concepto de la “ciudad de los 15 minutos”.
“Tiempo perdido es dinero tirado al asfalto”
Mientras el tráfico se convierte en una pesadilla diaria para millones de ciudadanos, los gobiernos locales insisten en soluciones de cemento: nuevas avenidas, ampliaciones de autopistas, pasos deprimidos, elevados.
Pero la evidencia demuestra que estas obras, aunque costosas, apenas alivian temporalmente los problemas.
De hecho, la teoría del “demanda inducida”, ampliamente explicada por el economista Anthony Downs, señala que construir más vías termina generando más tráfico, porque incentiva el uso del automóvil.
En contraste, los semáforos inteligentes, conectados a redes de datos y dotados de algoritmos de aprendizaje, no requieren mover tierra ni gastar en maquinaria pesada.
Su instalación, comparativamente económica, tiene un impacto directo en la fluidez del tránsito.
En ciudades como Pittsburgh (EE. UU.), que implementó el sistema Surtrac, los tiempos de espera en las intersecciones se redujeron en un 41%, y los tiempos de viaje en un 26%, según datos de la Universidad Carnegie Mellon.
Aun así, en América Latina y otras regiones del mundo, los semáforos siguen funcionando como hace 50 años.
El modelo de movilidad está atrapado en una lógica de expansión infinita, donde el automóvil ocupa el centro del debate y los semáforos permanecen como simples luces programadas en bucles ajenos a la realidad del entorno.
Según la experta en urbanismo Janette Sadik-Khan, “las ciudades no pueden seguir operando con infraestructura del siglo XX en problemas del siglo XXI”. Aun así, en Bogotá, Ciudad de México o Buenos Aires, las inversiones multimillonarias en autopistas urbanas eclipsan por completo cualquier intento de modernizar la red semafórica.
“Una luz que piensa: la promesa de los semáforos inteligentes”
El principio de los semáforos inteligentes es tan simple como potente: adaptar el comportamiento de los dispositivos de señalización al flujo real del tráfico.
Para lograrlo, se integran sensores de movimiento, cámaras de conteo vehicular, inteligencia artificial y, en algunos casos, tecnologías de predicción del tráfico basadas en datos históricos y en tiempo real.
Esto permite que los semáforos no trabajen con ciclos fijos, sino que modulen su duración y prioridad según la cantidad de vehículos y peatones que se acercan a una intersección.
Cuando una calle tiene baja afluencia, el semáforo la prioriza menos; cuando se detecta congestión en otra vía, se le otorga más tiempo de paso.
Todo esto ocurre sin intervención humana.
Los beneficios son contundentes: reducción en las emisiones de gases contaminantes, menor gasto de combustible, mejora en los tiempos de respuesta de vehículos de emergencia, y una movilidad más equitativa.
El caso de Hangzhou, en China, es paradigmático: allí se implementó un sistema coordinado de inteligencia artificial que logró disminuir los tiempos de viaje en un 15% en apenas seis meses, según datos publicados por Alibaba Cloud, el proveedor del sistema.
Pero más allá de los porcentajes, hay una dimensión política que suele obviarse.
Los semáforos inteligentes implican una descentralización del control del tráfico: ya no es un operador quien decide los tiempos, sino un sistema autónomo, basado en datos.
Esto ha generado resistencias en cuerpos técnicos acostumbrados al control manual, y en contratistas que ven en el mantenimiento de semáforos antiguos un negocio seguro.
Además, las ciudades que implementan estas tecnologías requieren una red robusta de comunicaciones, sistemas de datos abiertos y mantenimiento constante.
No es solo cambiar un dispositivo por otro, sino transformar toda la lógica de la gestión del tránsito. Y allí, precisamente, es donde muchos gobiernos locales se detienen.
“Donde el progreso se detuvo en rojo: ejemplos que hablan”
Hay ciudades que decidieron dar el salto y ya están cosechando los frutos.
En Los Ángeles, el sistema ATCS (Adaptive Traffic Control System) permitió sincronizar más de 4.500 semáforos. Según el Department of Transportation, esto contribuyó a una reducción del 12% en los tiempos de traslado en las rutas principales.
En Londres, el sistema SCOOT (Split Cycle Offset Optimization Technique) opera desde los años noventa, pero su actualización reciente con inteligencia artificial permitió una mejora del 13% en eficiencia de tráfico, según Transport for London.
En Latinoamérica, sin embargo, los avances son escasos. En Medellín, un intento por modernizar la red semafórica terminó empantanado por trabas administrativas.
En Bogotá, solo un 8% de los semáforos funcionan con lógica adaptativa, y el resto depende de ciclos manuales, definidos sin base empírica.
En Buenos Aires, una licitación para semáforos inteligentes se declaró desierta en 2022 por falta de oferentes calificados.
No obstante, hay luces de esperanza.
En Santiago de Chile, el “Plan Santiago Inteligente” busca integrar sistemas de semaforización adaptativa con monitoreo ambiental. Y en Quito, un piloto de semáforos inteligentes en la avenida 6 de Diciembre logró reducir los tiempos de espera en un 30%, según la Secretaría de Movilidad.
Pero estos casos siguen siendo la excepción. La norma, aún hoy, son las ciudades detenidas por semáforos sin cerebro, atrapadas en una coreografía mecánica que poco tiene que ver con las dinámicas urbanas actuales.
En conclusión, mientras las ciudades invierten millones en proyectos viales que apenas maquillan los problemas estructurales de movilidad, la solución podría estar en algo tan sencillo como repensar la luz roja. Los semáforos inteligentes no prometen eliminar el tráfico, pero sí gestionarlo con lógica y eficiencia. Ignorarlos, en pleno siglo XXI, es perpetuar la ineficiencia con recursos que podrían usarse mejor.
Referencias:
- Downs, Anthony. Still Stuck in Traffic: Coping with Peak-Hour Traffic Congestion. Brookings Institution Press, 2004.
- Moreno, Carlos. La revolución de la proximidad: de la ciudad mundo a la ciudad de los 15 minutos. 2021.
- Sadik-Khan, Janette. Streetfight: Handbook for an Urban Revolution. Viking, 2016.
- Institute of Transportation Engineers. Traffic Signal Timing Manual, 2014.
- Transport for London. SCOOT Performance Reports, 2022.
- Carnegie Mellon University. Surtrac Project Overview, 2020.