Calles colapsadas, ríos de concreto atascados, decisiones improvisadas desde escritorios distantes. Así se vive en una ciudad que no piensa. Una ciudad no inteligente no es solo la que carece de sensores y datos, sino la que parece planearse en contra de sus propios habitantes. El ruido domina, el tiempo se escapa en embotellamientos, y la desigualdad se convierte en el patrón urbano. Mientras el concepto de ciudad inteligente seduce con eficiencia y tecnología, su némesis revela lo contrario: desorden, exclusión y deterioro.
La ciudad como máquina de frustración
Por: Gabriel E. Levy B.
Rem Koolhaas, arquitecto y urbanista, afirmaba que las ciudades que crecen sin pensamiento estratégico terminan funcionando como “máquinas de frustración social”. Esta sentencia parece encajar con precisión quirúrgica en muchas urbes del siglo XXI que, aunque vestidas de modernidad, funcionan como organismos desconectados de las necesidades humanas.
La idea de “ciudad no inteligente” puede rastrearse a mediados del siglo XX, cuando el modelo urbano centrado en el automóvil transformó paisajes y rutinas. Jane Jacobs, en Muerte y vida de las grandes ciudades (1961), cuestionó la destrucción de barrios enteros en nombre del progreso vial, denunciando el reemplazo de la vida de calle por el ruido de los motores. Su crítica fue una advertencia temprana sobre lo que ocurre cuando las decisiones urbanas ignoran la complejidad social en favor de una supuesta eficiencia.
Durante décadas, ciudades de América Latina, Asia y África, bajo presiones demográficas, económicas y políticas, crecieron sin planificación integral. Las zonas periféricas se expandieron sin infraestructura básica, mientras los centros históricos se convirtieron en autopistas disfrazadas de avenidas. En muchas de estas ciudades, la planificación no solo se improvisó, sino que también respondió a intereses sectoriales: constructoras, concesiones privadas y tecnócratas más interesados en los mapas que en la vida cotidiana.
El resultado: entornos urbanos fragmentados, segregados y con una gobernanza que no conversa con sus habitantes. No se trata únicamente de ausencia de tecnología, sino de ausencia de visión.
“Donde las decisiones ignoran a los peatones”
Una ciudad no inteligente no solo es la que no tiene sensores en sus semáforos, sino la que no entiende que sus habitantes caminan, esperan, respiran. En estos territorios urbanos, las banquetas se convierten en obstáculos, el transporte público es un castigo, y los parques existen más como excusas en el discurso político que como espacios habitables.
Tomemos el caso de Ciudad de México. Pese a sus avances recientes, durante décadas su crecimiento respondió más a intereses inmobiliarios que a planes de movilidad sustentable. Las vialidades como Periférico o Viaducto, construidas en los años sesenta, priorizaron el flujo vehicular sobre cualquier consideración social o ambiental. Hoy, muchas zonas de la capital mexicana padecen la herencia de esta visión: tráfico perpetuo, contaminación crónica y una red de transporte público insuficiente para la escala de la urbe.
En ciudades como Nairobi o El Cairo, el transporte público es dominado por operadores informales que, si bien suplen necesidades inmediatas, lo hacen al margen de la regulación. El caos vehicular no es un accidente, sino un síntoma de la falta de gobernanza urbana. Como señalaba Saskia Sassen, en su teoría sobre “la ciudad global”, muchas metrópolis del sur global viven una paradoja: son nodos clave en la economía global, pero sus infraestructuras no responden a sus propios ciudadanos.
La ausencia de datos confiables, de planificación participativa y de voluntad política alimenta un modelo urbano que margina. La inversión pública suele concentrarse en megaproyectos sin utilidad local, mientras los barrios populares siguen sin alumbrado público, drenaje o seguridad vial.
“El precio del caos: ciudades que enferman”
Lo más grave de una ciudad no inteligente no es su lentitud, sino su capacidad para enfermar a quienes la habitan. Estudios como el publicado por The Lancet Planetary Health (2022) evidencian cómo la mala planificación urbana está vinculada con problemas respiratorios, estrés crónico y enfermedades cardiovasculares. El ruido constante, la exposición al smog, la falta de áreas verdes y la dependencia del automóvil crean un entorno biológicamente hostil.
La ciudad de São Paulo, por ejemplo, tiene uno de los índices de congestión vehicular más altos del mundo. En 2019, los habitantes pasaron, en promedio, más de 150 horas al año atrapados en el tráfico. Esa pérdida de tiempo no es solo un problema logístico: afecta la salud mental, las dinámicas familiares y la productividad económica. Según el Banco Mundial, la falta de sistemas integrados de movilidad representa pérdidas millonarias anuales en productividad en las principales ciudades latinoamericanas.
Pero el caos no solo está en las calles. En muchas ciudades no inteligentes, los sistemas de recolección de basura son irregulares, las fugas de agua comunes, y los cortes de energía una rutina. En Lagos, Nigeria, más del 60% de la población urbana vive en asentamientos informales, sin acceso regular a servicios básicos. Estas condiciones no son casuales: responden a décadas de ausencia de una visión urbana integradora.
Una ciudad no inteligente, entonces, no es solo la que no innova, sino la que reproduce esquemas obsoletos, donde la improvisación y el clientelismo son más frecuentes que la planificación con datos. Son ciudades que no aprenden de sí mismas.
“Donde no se aprende del error”
Veamos casos concretos. En La Paz, Bolivia, las laderas se llenaron de viviendas informales construidas sin regulación. Cada temporada de lluvias, las noticias registran deslaves que arrastran casas enteras. Y aunque existen mapas de riesgo, los asentamientos continúan multiplicándose, señal clara de una planificación que no disuade ni propone alternativas habitables.
En Manila, Filipinas, el sistema de drenaje colapsa ante cada tormenta. Las inundaciones no solo afectan viviendas, sino también el sistema educativo: escuelas que cierran por días, niños que pierden ciclos completos. Y mientras tanto, los planes de infraestructura priorizan autopistas elevadas para automóviles, sin resolver los problemas básicos de evacuación pluvial.
En Buenos Aires, la construcción de torres de lujo en zonas costeras como Puerto Madero convive con barrios como Villa 31, donde miles viven en condiciones de precariedad. La brecha no solo es económica, es urbana. La ciudad no inteligente no iguala, sino que separa.
Incluso en ciudades del norte global, como Los Ángeles, el modelo de crecimiento expansivo —basado en suburbios y autopistas— ha generado un problema crónico de movilidad. El transporte público es escaso, el costo de la vivienda inalcanzable en muchas zonas, y la segregación espacial se acentúa.
No se trata de demonizar la expansión urbana, sino de reconocer que la falta de planificación integral genera vulnerabilidades estructurales. Como advierte Edward Glaeser en El triunfo de las ciudades, el problema no es que las ciudades crezcan, sino que lo hagan sin inteligencia colectiva.
En conclusión
Una ciudad no inteligente no es simplemente una ciudad sin tecnología, sino una urbe que olvida a sus ciudadanos, que prioriza el flujo de autos sobre la vida urbana, que improvisa en vez de planificar. Es una ciudad que repite errores, que excluye a quienes más la necesitan y que enferma a quienes la habitan. Comprender cómo funciona —y por qué fracasa— es esencial para construir verdaderas alternativas urbanas.
Referencias:
- Jacobs, J. (1961). The Death and Life of Great American Cities. Random House.
- Koolhaas, R. (1994). S, M, L, XL. Monacelli Press.
- Sassen, S. (2001). The Global City: New York, London, Tokyo. Princeton University Press.
- Glaeser, E. (2011). Triumph of the City. Penguin Press.
- The Lancet Planetary Health, 2022. Estudio sobre salud urbana y contaminación.
- Banco Mundial. (2020). Movilidad urbana en América Latina y el Caribe.