Ciudades inteligentes: cuando la información gobierna el territorio

Las ciudades ya no duermen, no solo porque las luces de neón nunca se apagan, sino porque sus sistemas laten como cerebros interconectados que procesan millones de datos en tiempo real. En el corazón de esta transformación emergen las llamadas “ciudades inteligentes”, espacios urbanos moldeados por la lógica de la Sociedad de la Información, donde la tecnología no solo facilita la vida, sino que también la dirige. Pero, ¿qué significa realmente vivir en una ciudad gobernada por algoritmos?

“Una ciudad no es más que una red de información” — Manuel Castells

Por: Gabriel E. Levy B.

Desde las primeras ideas de cibernética urbana hasta las actuales metrópolis digitalizadas, el concepto de ciudad inteligente no nació de la noche a la mañana. En los años 60, Jane Jacobs advirtió sobre los peligros de la planificación urbana deshumanizada y abogó por una visión más orgánica de las ciudades. Pero fue Manuel Castells, sociólogo español, quien sentó las bases teóricas más robustas en torno a la Sociedad de la Información, describiendo una nueva estructura social sustentada en flujos de datos más que en relaciones físicas.

A finales del siglo XX, las ciudades comenzaron a integrar sensores en los semáforos, cámaras en las calles y sistemas de vigilancia conectados. Esto no solo respondía a la necesidad de seguridad o movilidad, sino que anticipaba una nueva racionalidad: la ciudad como organismo inteligente. El término “smart city” ganó tracción en la primera década del siglo XXI, cuando empresas como IBM y Cisco comenzaron a vender soluciones urbanas basadas en Big Data, inteligencia artificial y gobernanza digital.

Hoy, nombres como Songdo en Corea del Sur, Masdar en Emiratos Árabes Unidos o Barcelona en Europa se repiten como modelos de esta nueva generación de urbes. Pero, detrás de la promesa de eficiencia y sostenibilidad, también emergen interrogantes sobre el control, la privacidad y el verdadero rol del ciudadano en este nuevo ecosistema urbano.

“Quien controla los datos, controla la ciudad”

El concepto de ciudad inteligente está íntimamente ligado a la Sociedad de la Información, un término que describe el paso de una economía basada en la industria a una basada en el conocimiento y la circulación de datos. Castells lo resume en su trilogía La era de la información, donde define una “economía informacional” que depende más de la capacidad de procesamiento y uso de datos que de la producción material.

En este contexto, la ciudad inteligente se convierte en el laboratorio ideal para desplegar tecnologías de información y comunicación (TIC) con el objetivo de hacer la vida urbana más eficiente. Semáforos que ajustan su ritmo según el flujo de vehículos, sistemas de energía que se regulan por la demanda real y plataformas de participación ciudadana que permiten tomar decisiones colectivas: todo parece indicar que la inteligencia urbana es el siguiente paso evolutivo.

Sin embargo, esta transformación también trae consigo una reconfiguración del poder. Según Evgeny Morozov, crítico de la tecnopolítica, muchas soluciones smart parten de intereses corporativos antes que de necesidades ciudadanas. Plataformas de movilidad como Uber o Lime, por ejemplo, ofrecen comodidad, pero también redefinen la relación entre lo público y lo privado, y no siempre bajo el escrutinio democrático.

En otras palabras, en la Sociedad de la Información, no basta con tener acceso a la tecnología; se necesita comprender cómo esta estructura redistribuye el poder y qué consecuencias sociales tiene. La ciudad inteligente, en este sentido, no es neutral.

¿Eficiencia o vigilancia? El dilema urbano del siglo XXI

Si bien la narrativa dominante sobre las ciudades inteligentes insiste en la eficiencia, la sostenibilidad y la participación, existe una tensión latente que las atraviesa: el conflicto entre el bienestar ciudadano y la vigilancia tecnocrática. La digitalización de los espacios urbanos permite recolectar datos de movilidad, consumo energético, hábitos de compra y hasta salud mental. Pero, ¿quién gestiona esa información? ¿Con qué fines?

La pandemia de COVID-19 aceleró la implementación de tecnologías de monitoreo en las ciudades. Cámaras térmicas, aplicaciones de rastreo de contactos y sistemas predictivos de comportamiento fueron instalados con rapidez, muchas veces sin un marco legal claro. En China, el sistema de “crédito social” ha sido una de las expresiones más extremas de este modelo, donde los ciudadanos son puntuados según su comportamiento, lo que influye en su acceso a servicios públicos.

Europa, en cambio, adoptó una postura más regulatoria. La ciudad de Ámsterdam implementó la “Estrategia de Ciudad Digital” que prioriza la soberanía de datos y el derecho a la privacidad. En Barcelona, el proyecto DECODE busca devolver el control de los datos a los ciudadanos a través de una plataforma abierta y descentralizada.

La cuestión de fondo es ética: ¿puede una ciudad ser verdaderamente inteligente si no garantiza los derechos digitales de sus habitantes? ¿Puede haber innovación sin inclusión? Como señala Shoshana Zuboff en La era del capitalismo de la vigilancia, la promesa del progreso tecnológico suele ocultar una nueva forma de extracción: ya no de petróleo o trabajo, sino de comportamiento humano.

Entre sensores y ciudadanía: experiencias que marcan el rumbo

Existen múltiples ejemplos de ciudades que han adoptado enfoques distintos en su transición hacia la inteligencia urbana. En Singapur, el gobierno desplegó el sistema Smart Nation, que incluye sensores en todo el país para medir desde el flujo peatonal hasta la calidad del aire. Esta información alimenta un cerebro digital que toma decisiones automatizadas en tiempo real. El modelo ha sido elogiado por su eficiencia, pero también criticado por su escasa apertura al debate público.

En contraste, Medellín, en Colombia, apostó por una visión más inclusiva. Después de décadas marcadas por la violencia, la ciudad impulsó un modelo de innovación social basado en laboratorios ciudadanos, plataformas colaborativas y una fuerte inversión en educación digital. El uso de tecnología no fue un fin en sí mismo, sino una herramienta para mejorar la cohesión social y reducir las brechas.

En Toronto, el ambicioso proyecto Sidewalk Toronto —liderado por una filial de Google— prometía revolucionar el urbanismo con infraestructura inteligente. Sin embargo, tras fuertes críticas por la posible explotación de datos ciudadanos, el proyecto fue cancelado. La experiencia evidenció que la transparencia y la participación no pueden ser opcionales en este tipo de iniciativas.

Incluso en ciudades pequeñas, como Sant Cugat del Vallès en España, se han desarrollado estrategias locales de ciudad inteligente donde los vecinos participan en el diseño de políticas tecnológicas, desde la gestión de residuos hasta la movilidad eléctrica. La clave ha sido siempre la misma: poner la tecnología al servicio de las personas, y no al revés.

En conclusión, las ciudades inteligentes representan una oportunidad inmensa para repensar la vida urbana en la era digital, pero también un riesgo si se desatiende la dimensión humana. Más allá de los sensores y algoritmos, lo verdaderamente inteligente será construir ciudades que prioricen la equidad, la transparencia y la participación de sus habitantes, en un contexto donde la información ya no es solo poder, sino también territorio.

Referencias:

  • Castells, M. (1996). La era de la información: economía, sociedad y cultura. Alianza Editorial.
  • Zuboff, S. (2019). La era del capitalismo de la vigilancia. Paidós.
  • Morozov, E. (2011). El desengaño de internet. Katz Editores.
  • Jacobs, J. (1961). Muerte y vida de las grandes ciudades americanas. Random House.