Ciudades que aprenden: El reto de la inteligencia urbana

Las nuevas ciudades no solo se digitalizan: aprenden.

Pero la pregunta ya no es cuánto saben estas ciudades, sino cuánto transforman.

En medio del bullicio silente de datos, algoritmos y comandos automatizados, ¿qué ocurre con nuestra mente? ¿Qué precio neurológico pagamos por habitar urbes que razonan más rápido que nosotros?

“La ciudad es una prótesis de la mente”

Por: Gabriel E. Levy B.

A comienzos del siglo XX, el sociólogo Georg Simmel escribía que la ciudad moderna alteraba la psicología del ciudadano, volviéndolo más calculador, más cerebral, menos emocional.

En aquel entonces, se refería al paso del campo al asfalto. Hoy, la metamorfosis es mucho más profunda: no es solo el entorno físico el que se transforma, sino la propia estructura cognitiva de quienes lo habitan.

Desde las primeras pruebas de automatización urbana hasta la reciente integración de interfaces cerebro-máquina, la relación entre tecnología, espacio urbano y mente humana se volvió inseparable.

La psicóloga ambiental Susan Saegert ya advertía que el diseño de nuestras ciudades condiciona la salud mental colectiva.

En paralelo, el filósofo español Manuel Castells apuntó que “la tecnología reorganiza no solo la economía, sino la experiencia misma del tiempo y del espacio”.

En América Latina, aunque el desarrollo de ciudades inteligentes avanza a menor ritmo que en Asia o Europa, el impacto de la digitalización es contundente.

Países como Chile, México y Colombia han adoptado sistemas inteligentes de vigilancia, movilidad y gestión urbana, que aunque prometen eficiencia, también plantean dilemas éticos y psicológicos aún poco explorados.

“La ciudad nos observa, nos mide, nos entrena”

En una metrópolis hiperconectada, el ciudadano ya no es solo usuario: es nodo, dato, agente activo de retroalimentación algorítmica. Cámaras, sensores y asistentes virtuales crean entornos predictivos, donde cada decisión cotidiana, desde qué camino tomar hasta qué comprar o cómo dormir, está mediada por sistemas inteligentes.

Esto redefine la percepción del espacio y el tiempo.

Ya no se trata de habitar un lugar físico, sino una red invisible de estímulos digitales. El presente se fragmenta en microtareas asistidas por notificaciones.

El tiempo libre es absorbido por el scroll infinito. La atención, tal como lo advierte Nicholas Carr en The Shallows, se volvió dispersa, fragmentaria, rehén de la inmediatez.

En este nuevo ecosistema, la salud mental se tensiona.

Según datos de la Organización Panamericana de la Salud, más del 30% de los habitantes urbanos en América Latina experimentan síntomas de ansiedad o estrés relacionados con el entorno digital.

La constante exposición a flujos de información, el ruido invisible de la hiperconectividad y la presión de rendimiento perpetuo erosionan la capacidad de concentración, descanso y conexión emocional profunda.

Además, la neuroplasticidad cerebral, la capacidad del cerebro de reorganizarse en función de los estímulos, se ve condicionada por estos entornos.

Jóvenes que crecen rodeados de pantallas inteligentes y realidades aumentadas desarrollan patrones de atención y procesamiento distintos a los de generaciones anteriores.

Esto no es ni bueno ni malo por sí mismo, pero sí exige una profunda reflexión sobre qué tipo de mente estamos cultivando.

“La inteligencia artificial no solo asiste: moldea”

El auge de la neurotecnología aplicada en contextos urbanos representa uno de los avances más potentes, y también más inquietantes, del presente.

Interfaces cerebro-máquina (BCI), como las promovidas por empresas como Neuralink o la Universidad de Buenos Aires, ya permiten monitorear señales neuronales para fines médicos, educativos y de movilidad urbana.

En algunas ciudades piloto de Europa y Asia, estas tecnologías se usan para adaptar espacios públicos según el estado emocional de los usuarios.

Un parque puede cambiar su iluminación o música ambiente si detecta altos niveles de estrés. Un aula puede ajustar el contenido didáctico en tiempo real si el algoritmo percibe desatención.

En América Latina, aunque estas aplicaciones aún son incipientes, existen proyectos de IA para diagnóstico cognitivo temprano en salud pública, como el desarrollado por la Universidad de Antioquia en Colombia.

Pero estas aplicaciones abren preguntas éticas urgentes: ¿Quién controla los datos neuronales? ¿Qué ocurre si los patrones cerebrales se usan para segmentar ciudadanos según su rendimiento cognitivo? ¿Puede la ciudad, sin quererlo, reproducir sesgos neurodisciminatorios?

La filósofa mexicana Ana de Teresa advierte que “la inteligencia artificial tiende a replicar los patrones de exclusión existentes si no se diseña con principios de justicia cognitiva”.

Y este concepto es clave: no todas las mentes procesan igual, ni deberían ser obligadas a hacerlo. La diversidad neurológica, incluyendo condiciones como el autismo, TDAH o dislexia, debe formar parte del diseño urbano del futuro, no como excepción, sino como principio.

“Vivir en ciudades que piensan por nosotros”

Un caso emblemático es el de Songdo, en Corea del Sur: una ciudad construida desde cero para ser completamente inteligente.

Allí, los ciudadanos conviven con sensores en cada esquina, automatización casi total de servicios y una gestión basada en big data. Aunque se celebra su eficiencia, varios reportes, como el del MIT Technology Review, advierten sobre los niveles de aislamiento social y ansiedad que presentan sus habitantes, especialmente los más jóvenes.

En América Latina, la ciudad de Medellín implementó su sistema de “Ruta N”, una apuesta por integrar la innovación digital en servicios públicos, educación y movilidad.

Si bien logró avances significativos, algunos investigadores, como el sociólogo Julián Salazar, señalan que “la velocidad de la tecnología superó la preparación emocional y cultural de la población”. Esto generó brechas entre quienes acceden plenamente a las herramientas digitales y quienes quedan marginados, incluso dentro del mismo barrio.

Otro ejemplo es la Ciudad de México, donde el uso de aplicaciones de movilidad inteligente ha transformado radicalmente la manera en que se navega el espacio urbano.

Sin embargo, la sobreexposición a interfaces digitales también provocó un incremento en la percepción de inseguridad, según un informe del Instituto Nacional de Salud Pública (2023), debido al aumento de dependencia de mapas, notificaciones y predicciones algorítmicas.

Incluso ciudades más pequeñas, como Montevideo o Valparaíso, están comenzando a integrar tecnologías de IA en el diseño urbano. Pero sin una visión ética clara, la ciudad inteligente corre el riesgo de volverse emocionalmente inhóspita, cognitivamente desgastante, y socialmente fragmentada.

En conclusión, La inteligencia artificial transforma las ciudades, pero también reconfigura nuestras mentes. En su avance, no solo debemos pensar en eficiencia y automatización, sino en bienestar, diversidad neurológica y resiliencia emocional. Diseñar ciudades inteligentes exige, antes que nada, preguntarse: ¿qué tipo de humanidad queremos cultivar en ellas?

Referencias

  • Simmel, Georg. The Metropolis and Mental Life (1903).
  • Castells, Manuel. La era de la información (1996).
  • Saegert, Susan. “Environment and Children’s Mental Health: Residential Density and Low Income Children” (1982).
  • Carr, Nicholas. The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains (2010).
  • De Teresa, Ana. “Neuroética y justicia cognitiva en tiempos de inteligencia artificial”, Revista Iberoamericana de Filosofía (2022).
  • Organización Panamericana de la Salud (OPS), Reporte sobre salud mental urbana en América Latina, 2023.
  • Instituto Nacional de Salud Pública (INSP), México. Informe sobre percepción ciudadana y digitalización urbana, 2023.
  • MIT Technology Review, “Life inside a smart city: lessons from Songdo”, 2021.